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Zarateñando

  • Foto del escritor: Matías Pay
    Matías Pay
  • 16 ago
  • 10 Min. de lectura

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¿Qué pasa cuando te encontrás con alguien de tu misma ciudad a miles de kilómetros? En principio, lo tratás como si fuera de tu familia aunque sea la primera vez que te ves. Y, entre otras cosas, recordás a los imprescindibles, a aquellos que pusieron el nombre de tu ciudad en lo más alto.


En cualquier ciudad española es habitual encontrar alguna parrilla argentina o comercios que ofrezcan empanadas, milanesas, medialunas o flan con dulce de leche. Todo para apaciguar la nostalgia gastronómica de los argentinos. Y Salou no es la excepción.

 

Apenas entramos al restaurant Carn&Co nos dimos cuenta que la argentinidad estaba al palo. En todas sus paredes había fotos de deportistas y músicos argentinos, y hasta algunas camisetas de la selección, la música que se escuchaba era argentina, y quienes trabajan allí, obviamente, son argentinos.

 

Entre los personajes argentinos destacados de las fotos estaban Ricardo Bochini y Sergio Goycochea. Y mientras esperábamos que nos llegaran las empanadas (que por cierto, estaban riquísimas) charlamos un rato con la camarera. Orgullosos, le comentamos que éramos de la misma tierra que el Bocha y el Goyco. Y nos emocionamos irracionalmente cuando ella nos dijo que también era zarateña. Pertenecer a la misma ciudad, haber caminado las mismas calles, haber ido al mismo colegio y estar a miles de kilómetros automáticamente generó empatía. Y la charla fluyó un largo rato donde ambos contamos planes, esperanzas y pérdidas.

 

Y volviendo a nuestros héroes del deporte, ver a Bochini y al Goyco como representantes del ser argentino me llenó de orgullo.

 

Según el músico Gustavo Cordera —que inventó el término— la “escuela del Bocha” es la fantasía por encima del resultado, el arte llevado al deporte, el juego por encima del sacrificio, la celebración de la magia como espectáculo. Bochini era y es un loco sin ninguna violencia, sin ninguna maldad. La escuela del Bocha es el pase gol. Es generosidad. En la escuela del Bocha se enseña la imaginación al poder.

 

Bochini nunca fue un objeto comercial del fútbol ni tuvo una vida de estrella con lujos banales. Creó un estilo, introdujo al juego la esencia de la belleza. Y fue ídolo del ídolo. En una entrevista a Maradona de 1976, cuando Diego tenía 16 años, le preguntaron quién era su ídolo y no dudó: «Bochini».

 

Al Bocha le compusieron tangos, candombes, fue homenajeado por el rock. Le escribieron cuentos y lo aplaudieron en todas las canchas. Y en los pasillos del fútbol se describe como «pase bochinesco» al pase perfecto, ese último pase preciso, que deja al delantero mano a mano frente al arquero, después de pasar por el medio de todas las piernas rivales.

 

Bochini siempre te sacaba una sonrisa. Y «bochinear» es pensar más rápido que los demás. Es el pensamiento artístico, intuitivo, no el racional. Es jugar para divertirse. Y me pareció una buena idea releer el capítulo del libro “Héroes del Deporte zarateño” en donde homenajeamos al Bocha.

 

Capítulo 42 de “Héroes del deporte zarateño”

 

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Carta a mi futuro nieto:

 

Seguramente cuando leas este texto el mundo será muy diferente al que yo conocí. No me atrevo a decir «un mundo peor» porque no quiero ser un viejo cascarrabias al que todo lo anterior le pareció mejor. Pero quiero contarte la historia de un hombre que nos hizo felices, que se salió de los cánones que dominaban al fútbol del momento, que privilegiaba lo colectivo por lo individual, que fue el antimarketing cuando todo se vende y todo es imagen, por eso fue uno de esos tipos que salvan al fútbol del monstruoso negocio en el que se convirtió, que fue leal, talentoso y trabajador. Parece un cuento de ficción, pero no lo es.

 

Ricardo Bochini armaba el juego, metía pases increíbles para que los delanteros fueran goleadores. Era rápido mental y físicamente, con habilidad para gambetear en espacios reducidos y filtrar la pelota justa. Era un creador, y es más difícil crear que destruir. Un tipo que entendió que en el fútbol se puede ganar o perder, pero que lo verdaderamente importante es regalar momentos de felicidad. Por eso, hace casi 30 años que no juega y nos seguimos acordando de él.

 

 Hombre de una sola camiseta, su carrera transcurrió íntegramente en Independiente. Y aunque su enorme jerarquía lo habilitaba para jugar en cualquier club del mundo, prefirió quedarse en Avellaneda. Su interés no estuvo enfocado en colmar de lujos una vida de personaje famoso, sino a satisfacer algún desafío personal o a cumplir con un cometido que lo excedía. Como los héroes clásicos.

 

Pero vamos a empezar por el principio. Don Antonio Bochini trabajaba en la fábrica Reysol y hacía changas como albañil cuando el 25 de enero de 1954 nació el cuarto de 9 hermanos. Lo llamaron Ricardo Enrique. Fue a la Escuela N°24 del barrio Villa Angus y por las tardes ayudaba a su mamá Antonia y a sus hermanos a cultivar distintos tipos de frutas y verduras en la huerta que la familia tenía en el fondo de la casa de la calle Félix Pagola al 1700.

 

«Teníamos una bomba, y yo bombeaba para sacar el agua y regar. Plantábamos tomates, lechuga, varias cosas», recordó Ricardo en una nota a la revista El Federal.

 

Sí, en aquellos años la gente armaba huertas en el patio de sus casas y comía productos naturales, sin agroquímicos ni apurados genéticamente.


En la familia Bochini no sobraba nada, por eso los hermanos mayores ayudaban a su padre con la albañilería, a hacer los pastones, a preparar la pintura, le alcanzaban los ladrillos. Y después de la escuela, la huerta y de ayudar a su padre quedaba tiempo para jugar a la pelota con los pibes del barrio.

 

En la familia Bochini no sobraba nada, por eso los hermanos mayores ayudaban a su padre con la albañilería, a hacer los pastones, a preparar la pintura, le alcanzaban los ladrillos. Y después de la escuela, la huerta y de ayudar a su padre quedaba tiempo para jugar a la pelota con los pibes del barrio. No había play, computadoras o teléfonos inteligentes, los chicos jugaban en la calle, en la esquina, en el potrero o en cualquier lugar donde hubiera un pedazo de tierra. ¿No sabés qué es un potrero? Claro, perdón, te explico. Un potrero era un pedazo de tierra, un terreno con propietario incierto donde se podían armar dos arcos con palos precarios y jugar a la pelota sin preocupaciones ni horarios. Eran tiempos en que todos jugaban para divertirse, sin ánimo de competir, pero el talento del niño Ricardo era notable.

 

Villa Angus era un barrio muy humilde pero que tenía una característica especial: a todo el mundo le gustaba el fútbol. Bochini jugó primero en Estrada, club que estaba frente a su casa. Luego pasó a Estrella del Norte, y después a Porteñito, todos equipos de baby fútbol. Cuando cumplió 10 años comenzó a jugar en las inferiores del Club Belgrano, donde debutó en Primera a los 13 años.

 

A Bochini todo el mundo le decía «Richard». Estuvo una semana en Buenos Aires probándose en Boca, pero las cosas no salieron como las soñó, extrañó Zárate y se volvió. Y meses después Miguel Giachello lo invitó a que se probara en el rojo, donde lo esperaba Nito Veiga. Era 1969. Pero no fue un camino fácil y tuvo que hacer muchos sacrificios. Durante todo 1970 vivió de prestado en la casa de Daniel Bertoni y dos veces por semana volvía a Zárate.

 

Por entonces el club no le pagaba y su padre no podía darle dinero para afrontar los costos de los viajes y estadía. Solía tomar el tren a las 4 de la mañana y volver a las 8 de la noche. Estuvo un mes sin viajar hasta que lo vinieron a buscar y prometieron pagarle algo.

 

En 1971 la historia sería diferente y el zarateño comenzaría a destacarse en las inferiores.

 

 Durante los primeros meses de 1972 Richard entrenaba con la Tercera y jugaba los partidos previos a los encuentros de Primera. Pero el sábado 25 de junio, mientras Bochini se preparaba para jugar para la quinta división contra Estudiantes, pasó por el vestuario de la Primera División donde observó una lista con los jugadores citados para concentrar con el plantel profesional y encontró su nombre. Esa tarde jugó en la Quinta medio tiempo, hizo dos goles, lo sacaron y se fue a concentrar con la Primera.

 

El 25 de junio debutó en la máxima categoría jugando algo más de 15 minutos. El resultado final fue derrota para Independiente, por 1 a 0 en cancha de River, frente al equipo local. El técnico que puso en Primera al jugador más importante de la historia del rojo fue Pedro Dellacha, quien como jugador fuera ídolo del archirrival, Racing. ¿Qué cómo un ídolo de Racing podía dirigir a Independiente? Y, sí, en aquellos años había rivales, pero que no eran enemigos. Había competencia deportiva, no una guerra.

 

A partir de entonces, comenzó a escribirse su recorrido más conocido. En 1973, un año después del debut, ganó la primera Copa Libertadores con Independiente. Y luego, el 28 de noviembre de 1973, se puso la 10 para la final de la Copa Intercontinental con la Juventus, el día de la increíble pared con su gran amigo Daniel Bertoni, para darle al equipo argentino su primer campeonato del mundo mediante un golazo espectacular. Con ese partido selló para siempre el amor del club de Avellaneda con Bochini. «Cuando volví de Italia campeón del mundo con Independiente, me recibieron como un ídolo en Zárate. Estaba todo el pueblo», recordó Bochini.

 


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El palmarés de Bochini ostenta 2 títulos Nacionales (1977 y 1978), un Metropolitano (1983) y la liga de primera división 1988/89. En el ámbito internacional logró 4 Copas Libertadores (1973, 1974, 1975 y 1984), tres Copas Interamericanas (1973, 1974 1976) y dos Copas Intercontinentales (1973 y 1984). En total disputó por torneos locales 639 partidos y convirtió 97 goles. En la Selección nacional jugó alternadamente durante 12 años y ganó el Mundial de México 1986.

 

El 27 de mayo de 1976 los hinchas de Independiente fueron testigos privilegiados de la obra cumbre de un genio del fútbol. Esa noche, Ricardo Bochini tomó la pelota cerca de la mitad de la chancha y gambeteó a ocho jugadores de Peñarol (a uno dos veces) para luego definir ante el arquero y marcar el 1 a 0 definitivo. Fue por las semifinales de la Copa Libertadores de ese año, y ante el equipo uruguayo, que en ese entonces era uno de los rivales más duros del continente y contaba con varios jugadores internacionales en su equipo. «Todo el mundo se acuerda del gol que le hice a Peñarol en 1976, porque gambeteé a 7 u 8 —contó en su libro autobiográfico—. Yo lo valoro porque sirvió para ganar. Creo que Astegiano me dio la pelota justo en la mitad de la cancha, me salió uno y lo eludí, agarré velocidad y en un instante pensé: ‹Hasta el área no paro›. Me salió otro, también lo esquivé, y luego la jugada me fue llevando, al final gambeteé a siete o a ocho, porque a uno lo eludí dos veces. Por último, pasé entre dos que se me tiraron con todo pero no llegaron a tocar la pelota, y cuando el arquero Corbo me quiso tapar, se la toqué rápido, bajo y cruzado, al segundo palo. Me corrí toda la cancha. Para hacer ese tipo de goles hay que estar muy bien físicamente y tener velocidad, yo de joven era rápido. Y aparte, llevar la pelota bien pegada al pie, porque apenas se sale de eludir a un rival, ya está el otro encima. Creo que es el mejor gol de mi vida, la jugada que uno siempre sueña de chico».

 

Y en otra noche histórica, en la que su equipo visitó a Talleres de Córdoba en 1977, convirtió un gol decisivo para que su equipo lograra salir campeón del Torneo Nacional, cuando Independiente tenía tres expulsados y jugaba en desventaja numérica.

 

«Bochini era un adelantado a la jugada. Me hizo hacer un montón de goles. Esperaba que el defensor mueva el pie. No hubo en la historia una pareja que juegue tan de memoria como nosotros», sostuvo Daniel Bertoni.


Ni bien pisó la cancha, Maradona se le acercó, y le soltó una frase que le quedaría marcada a fuego para siempre: «Dibuje, maestro».

Y en el Mundial de 1986, Diego Maradona se dio el gran gusto de jugar con su ídolo. En aquel partido de semifinales contra Bélgica, a los 40 minutos del segundo tiempo, Carlos Bilardo mandó a la cancha a Bochini. Ni bien pisó la cancha, Maradona se le acercó, y le soltó una frase que le quedaría marcada a fuego para siempre: «Dibuje, maestro».

 

Cuando volvió a Zárate tras ser campeón del mundo lo volvieron a recibir como a un héroe. «El Bocha era la reserva espiritual de un fútbol que se nos escapaba de las manos a toda velocidad», escribió Jorge Valdano.

 

Bochini fue un artista del fútbol. Además, fue y es el ejemplo más grande de fidelidad en el fútbol argentino. 20 temporadas con la misma camiseta.

 

«Esmirriado, calvo, serio al límite de la antipatía, desinteresado por la opinión de la tribuna y escurridizo voluntariamente al star system, podría decirse que reunía las condiciones ideales para cosechar indiferencia y hasta irritación», escribieron en la revista Un Caño. Y añadieron: «Pero claro, estaba su genialidad. Su inefable modo de ser el centro de la escena. De hacer jugar a los demás, al punto de prohijar un adjetivo (bochinesco) para describir el pase perfecto. Y aunque no era goleador, se cansó de hacer los goles importantes. Los que ganan campeonatos. Tampoco pateaba tiros libres ni penales y no cabeceaba. Era un diez contra natura. Ensimismado en la gambeta picante y, ya en la madurez, en los toques magistrales que horadaban la defensa más pintada. Había algo disfuncional en su talento. Bochini, de alguna manera, no encajaba en ese mundo. Sobrevivió recreándolo a la medida de su genio silencioso y distante. Allí donde sólo había espectacularidad, él introdujo la sutileza, la complejidad de la belleza».


Había algo disfuncional en su talento. Bochini, de alguna manera, no encajaba en ese mundo. Sobrevivió recreándolo a la medida de su genio silencioso y distante. Allí donde sólo había espectacularidad, él introdujo la sutileza, la complejidad de la belleza».

 

Muy pocos jugadores fueron capaces de definir un torneo y marcar la historia de un club. Independiente de Avellaneda se ganó el apodo de «Rey de Copas» por ser el equipo más laureado de América y el más ganador de la Copa Libertadores. Y en gran parte, se lo debe a Ricardo Bochini.

 

Su retiro en 1991 significó afrontar un fútbol desmejorado. El 5 de mayo, tras una fuerte infracción de Pablo Erbín, de Estudiantes, se retiró lesionado y ya no volvió. Al año siguiente tuvo una fugaz experiencia en la dirección técnica, en Independiente, junto con Carlos Fren. Pero no contó con el apoyo de los dirigentes que en ese momento manejaban los destinos del club. Recién entonces, cuando el fútbol profesional fue quedando en el pasado, formó una familia con la abogada Graciela Suñé, con quien tiene dos hijos, Ricardo Simón y Manuel Enrique.

 

¿Existe este personaje? ¿Son ciertas estas historias? ¿Es verdad que lo aplaudían todas las hinchadas? ¿Qué te podía hacer un caño pero ningún rival se ofendía?

 

Zárate lo quiere tanto que en 2002 fue declarado Ciudadano Ilustre y la calle Falucho, en el tramo comprendido entre las calles Félix Pagola y Pueyrredón, pasó a llamarse Ricardo Bochini.

 

Avellaneda lo quiere tanto, que desde 2007 rebautizó una parte de la calle Cordero con el nombre de Ricardo Bochini, porque según los autores del proyecto, es una parte importante de la cultura de la ciudad.

 

Ricardo, Richard, el Bocha, lejos de ser un objeto comercial del fútbol, no solo provocó expresiones artísticas, frases y hasta verbos, sino también es parte de decenas de cuentos.

 

Se lo recuerda como un genio y se lo adora como a un ídolo. Un verdadero crack del fútbol. Y si existieran muchos más Bochinis, el mundo sería un lugar mucho mejor



 
 
 

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¿Quién escribe?

Entre otras muchas cosas, soy periodista. Me gusta salir de mi zona de confort, aunque me arrepienta rápidamente. Y en estas circunstancias, suelo encontrarme en situaciones interesantes de contar.

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