El milagro del Papa
- Matías Pay
- 11 jun
- 20 Min. de lectura
Actualizado: 21 jul

La profesora de italiano fue muy honesta cuando me aconsejó. “Buscate un antepasado italiano y dejá de perder tiempo con las clases, que sos un desastre”.
Como marido de una mujer italo-argentina podría sacar la ciudadanía italiana con sólo rendir un examen de italiano. Pero el idioma de nuestros antepasados resultó ser mucho más complejo que la imaginado y seguir éste camino habría implicado más de tres años de estudios. No me asustaba hacer el sacrificio y dedicarle horas al aprendizaje, pero dudo mucho de mi capacidad intelectual para incorporar un nuevo idioma. Ya me había pasado en mi infancia con inglés, cuando fueron inútiles horas y horas de clases particulares.
El otro camino, el sugerido por la docente, era elaborar el árbol genealógico y descubrir quién era ese antepasado que huyó de una Europa empobrecida por las guerras. Esta situación me permitiría ir a Italia, fijar residencia en algún pueblito y gestionar la ciudadanía. Tiempo estimado: tres meses. Era la puerta de ingreso al viejo mundo. Pero sobre todo era reconocerme en mi historia, mi pasado y mi identidad.
Claro que no iba a ser un camino fácil. Yo nací en Argentina en 1976. Mi viejo, Hugo, nació en Argentina en 1948. Mi abuela paterna, Elena, nació en Argentina en 1922. Mi bisabuelo, Alberto, nació en Argentina, pero de ahí para arriba no tenía ningún dato. No se trataba de una familia convencional. Mis abuelos se separaron en la década del ’50. Unos precursores, pero también unos incomprendidos. En aquellos años te casabas para toda la vida y el divorcio era una palabra que no existía en los diccionarios. Y mi padre y sus hermanos no tuvieron una infancia feliz y terminaron todos separados viviendo en casas de tíos. Mi papá tuvo muy poca relación con sus padres y yo con mis abuelos. Y siempre fue un tema tabú, del que a mi viejo le incomodaba hablar. Sin dudas, esa mala experiencia lo convirtió en el mejor papá que pudimos tener.
Pero lo hecho, hecho estaba. Y ahora tocaba investigar, buscar familiares e intentar terminar el árbol genealógico. Después de algunas semanas de búsqueda improductiva, cuando la desesperanza se estaba apoderando de mi carácter, un descendiente de un hermano de mi bisabuelo (que aún vive en General Villegas, pueblo del interior bonaerense donde se casaron mis padres) me mandó un salvador audio de Whatsapp: “Tengo todo”.
Mi tatarabuelo, Angelo, nació en 1859 en San Vito al Tagliamento. Llegó a Argentina el 8 de junio de 1887 en el barco Vincenzo Florio, desde Génova. En el mismo barco viajó quien sería su esposa, Catalina. Se casaron en Casilda, provincia de Santa Fe, en junio de 1889. Tuvieron 14 hijos, de los cuales 3 nacieron fallecidos. Siempre trabajó en el campo donde en esa zona del país la comunidad italiana era muy numerosa. En 1911 volvió a Italia con su esposa y sus seis hijas mujeres. No quería que sus hijas se casaran con “criollos”. Angelo era de la Italia blanca del norte, frontera con el entonces Imperio Austro-húngaro. Volvió a Argentina el 30 de agosto de 1913 en el barco Duca Degl Abruzzi. Tenía 52 años. Lo hizo con su esposa y con su hija Antonia, que parece que estaba un poquitín descarriada. No hay registros de la fecha en la que volvió a su pueblo italiano, donde finalmente falleció, en 1926.
Las actas de nacimiento y fallecimiento de mi tatarabuelo debía pedirlas en el Municipio de su pueblo italiano, pero la de matrimonio tenía que encontrarla en Casilda. Me asusté más que leyendo una novela de Mariana Enríquez cuando descubrí que el Registro Civil santafesino se creó en 1899. Todo lo que ocurrió antes debería estar registrado en la Iglesia del pueblo.

Estaba navegando en el Google Maps planificando mi viaje a Casilda y buscando algún contacto del cura del pueblo para certificar, en primer lugar, que existiera un libro donde se hubieran asentados los matrimonios de 1889, y segundo, que iba a poder revisarlos. Pero habrá sido por mi olfato periodístico, la ayudita de Dios o porque apareció repetidamente en el buscador de internet, que encontré en la página web FamilySearch la solución a mi problema.
Y por las dudas empecé a pedir perdón por todas las veces que les negué una charla a esos muchachos rubios de camisa blanca y pantalones oscuros que andan en duplas, hablan un español con tonada yanqui y llevan la biblia debajo del brazo.
Resulta que FamilySearch es el sitio web que ofrece millones de registros sobre genealogía y es operado por La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, cuyos practicantes son popularmente conocidos como mormones. Esta organización religiosa muy poderosa en la norteamérica blanca y conservadora comenzó en 1938 la microfilmación de documentos en papel en los archivos de las iglesias, primero de EEUU y después en más de 110 países. En 2002 la captura pasó a ser 100% digital. El sitio web se puso en marcha en 1999 y hoy tiene dos mil millones de registros indexados.
Pasé largos días navegando en el sitio web de FamilySearch peleando con un motor de búsqueda absurdo. Cuando daba con los documentos digitalizados de Casilda me mostraba los bautismos, cuando pedía los matrimonios me enviaba a 1930, cuando ponía 1889, me arrojaba los resultados de Rosario. Ya de por sí era bastante difícil buscar un archivo entre dos mil millones como para que la tecnología lo complicara aún más. Pero entonces, eureka, intenté interpretar la ilógica lógica del buscador y allí estaban las fotos del Libro de Matrimonios que abarcaba los años 1878-1889. Allí, el acta 268 señalaba el casamiento de mis tatarabuelos. Esa misma página después tendría que ser impresa, firmada por el cura párroco de la iglesia y autenticada por el Obispo de Rosario. Otro parto.
Encontradas las actas de mi tatarabuelo, aún restaba hallar las actas de mi bisabuelo. Sabía que había nacido en San Urbano, pueblo santafecino que ya no existe. ¿Ahora se llama Melincué? Y otra vez me salvó FamilySearch. Su acta de nacimiento estaba en el digitalizado registro Parroquial de la Iglesia Nuestra Señora del Carmen de Melincué. Y también: imprimir, firmar por el cura y certificar por el Obispo de Venado Tuerto.
Alberto nació en noviembre de 1894. Lo bautizaron en septiembre de 1895. Se casó en 1921 con Teresa, también hija de inmigrantes italianos. Fueron la comidilla del pueblo porque su hermano, Ángel, se casó con María Paulina, hermana de Teresa. Falleció en marzo de 1962, en General Villegas.
Listo. Árbol genealógico armado. Actas de nacimiento, matrimonio y defunción de cada uno digitalizadas, traducidas al italiano, apostilladas y certificadas. Miles de pesos gastados. ¿Y ahora? Y ahora me pregunto… ¿en serio me voy a ir?
Más allá de las motivaciones personales, tenía en mente la ingenua idea de escribir sobre el Papa Francisco, de cómo es esa Italia católica gobernada por un argentino, sobre cuál es la influencia de una persona llegada del fin del mundo en la primera plana de la política mundial, de cómo gobierna el Vaticano un tipo que nació en un país acostumbrado al fracaso y al desprestigio de sus gobernantes. Un planteo amplio, ingenuo y escéptico.
Este proyecto de escribir una crónica funcionaba más como una utopía para pensar en algo en los tiempos muertos que en una posibilidad auténtica. En los últimos años había tenido infinidad de excelentes ideas y proyectos, pero entraba en pánico cuando estaba frente a la hoja en blanco. La inspiración, el talento o la disciplina necesarias para escribir habían emigrado hacía tiempo de mi cabeza.
El viaje
Si la primera etapa de todo este proceso no fue sencilla, la segunda se presentaba mucho más compleja. En Italia se puede hacer el trámite de ciudadanía por cuenta propia, sólo hay que tener dinero, tiempo, conocimiento del idioma italiano y paciencia. De las cuatro, sólo tengo la última. La alternativa más aconsejable es contratar un gestor que conozca los atajos burocráticos y te ubique en comunas amigables para con los argentinos que pretenden sacar la ciudadanía, con la esperanza de que en aproximadamente tres meses puedas tener tu pasaporte europeo.
Con solo rascar un poco en redes sociales aparecen decenas de gestores. Muchos son abogados argentinos que viven en Italia. La mayoría vendería a su madre para conseguir un cliente nuevo. La mayoría te vende sus servicios como si fuera un paquete turístico de tres meses. Y la mayoría –como no es necesario tramitar la ciudadanía en el pueblo donde nació tu ascendente italiano- trabaja con comunas de Calabria y Sicilia, en el sur de Italia.
Italia está dividida en 20 regiones. Calabria y Sicilia son las ubicadas en el sur e históricamente las más pobres (con una renta per cápita de 17.000 euros anuales frente a los 35.000 que hay en el centro y norte), son las menos beneficiadas por el Estado de Bienestar europeo, son donde prevalece una economía marginal, son las zonas con mayor predomino del sector primario, son las sociedades más conservadoras. Pero, sin embargo, son quienes le abren los brazos a los ítalo-argentinos porque entendieron que se trata de una nueva industria bastante rentable.
Por lo general, los pueblos amigables son pequeños, ubicados en zonas montañosas, con una población envejecida y muchas casas vacías. Con la llegada de los argentinos que tramitan su ciudadanía no buscan una reparación histórica para con el pueblo que los acogió cuando escaparon del hambre y de las guerras, tampoco pretenden enaltecerse con actos altruistas. Ven una oportunidad económica.

Alquilan sus casas a un precio mayor al del mercado, por tres meses y pago anticipado. Sus pocos comercios tienen nuevos clientes. Y consiguen mano de obra barata e informal para trabajar en el campo o en turismo. Es un pacto no escrito que favorece a ambas partes.
Y no nos olvidemos que estamos en Sicilia, famosa mundialmente por la película “El Padrino”, y cuya realidad no se mueve un ápice. Ni se te ocurra preguntarle a un siciliano por la mafia. Es una palabra prohibida. El código de honor siciliano implica la ley del silencio. Te hacen callar, de eso no se habla. Y no porque sea parte de un pasado vergonzoso, sino porque es el peligroso presente. Omertà.
La gestora elegida es una abogada cordobesa que hace cuatro años que vive en Nápoles. Sus antecedentes son tan seductores como sus treinta y tantos. Genera confianza y me tiro a la pileta. En ella están depositadas mis esperanzas y mi dinero. Me informa que el pueblo elegido para mi trámite es Mazzarrá Sant’Andrea, un pueblito de montaña de 1300 habitantes ubicado a 7 kilómetros del mar Tirreno, provincia de Messina. Sicilia. Lo busco en el Google Maps. No tengo objeciones.
Viajo con Delfina, mi hija mayor, y compartiremos casa con una chica santafesina. Nos despedimos de Argentina con sol y calor y llegamos a Sicilia con frío y lluvia. Desde el aeropuerto de Catania debemos viajar más de 3 horas en tren para llegar casi a destino. El cansancio ya empieza a notarse. Y la sensación de estar cayendo al vacío también. El último tramo de unos 20 kilómetros lo hacemos en auto. Nos recogió en la estación de trenes de Barcellona Pozzo di Gotto la dueña de la casa alquilada, que también es empleada municipal. Guiño, guiño. Lo único que quería era bañarme, dormir y resetear mi mente. Pero esa noche había que festejar. Era 31 de diciembre.
Así fue que pasamos año nuevo con otros veinte argentinos desconocidos. Una abuela de 80 años que decidió que la mejor herencia para sus nietos era la ciudadanía italiana y en el viaje se gastó todos sus ahorros. Dos hermanos cordobeses con el cuartetazo a flor de piel. Dos gemelos cordobeses con el cuartetazo a flor de piel. Una pareja de mendocinos con trabajo remoto y tres gatos. Una rubia trotamundos. Una pareja de porteños que no parecen porteños. Un cocinero santafesino con novia a distancia. Y otros tantos que nunca volvería a ver. Por momentos parecía que el que estaba allí no era yo, que ya estaba durmiendo. Necesitaba apagarme.
Los primeros días te impulsa la adrenalina de la nuevo. Caminamos por las callecitas del pueblo, sacamos fotos, analizamos la típica arquitectura de paredes de piedra, aberturas de madera y techos de tejas rojas, nos sorprendemos con un paisaje, intentamos hablar con algún vecino, contamos los 321 escalones que existen entre la parte alta y baja del pueblo. Pero ese éxtasis inicial dura muy poco. No pasó una semana y ya puteamos porque para ir al almacén hay que bajar y después subir la montaña, nos quedamos sin yerba y debemos caminar una hora hasta otro pueblo para conseguir un paquete de medio kilo, hay pronóstico de lluvia por dos semanas y al pueblo no llega el transporte público por lo cual salir de acá implica como mínimo una hora a pie o pagar un taxi con tarifas alocadas. Salgo a correr y repito como un mantra: “un día a la vez”.
En medio de ese subibaja emocional me presento en la Comuna para fijar residencia, primer requisito de todo el proceso. Y para que la residencia sea aprobada, el “vigile”, el único policía local, tiene 45 días para pasar por tu casa y constatar que estás allí. Es una especie de cuarentena que nos recuerda a la pandemia. Los memes sobre el policía son usuales en los chats de argentinos.
¿Qué otra cosa puede hacer el vigilante en un pueblito que no sea ir hasta tu casa y verificar que estás viviendo allí? Lo vi multar un auto mal estacionado, recorriendo desagües pluviales después de una tormenta y sentado en su escritorio llenando papeles. Es parco y de poca conversación, por eso no me animé a preguntarle si parte de su trabajo era también perseguir a la mafia siciliana que mató a más de mil personas entre 1978 y 1983 y de la cual Mazzarrá no estuvo exenta. Es más, en esta zona podría estar el origen de la famosa organización delictiva.
El pueblo
Mazzarrá Sant’Andrea está ubicado entre la ladera de una montaña y un río por el que hoy corre poca agua, pero que 100 años atrás era muy caudaloso. Para evitar inundaciones han construido murallones de hasta 3 metros de alto para señalarle al agua por dónde tenía que bajar hacia el mar. Es invierno y estamos a 120 metros sobre el nivel del mar. El volcán Etna está en erupción, como casi siempre. Está a 130 kilómetros y desde acá normalmente no se ve, pero una noche se dieron las condiciones climáticas para que en el cielo se reflejara el amarillo-rojizo de la lava. Las montañas son verdes, tienen una abundante vegetación, pasto corto y millones de flores amarillas.
Sicilia también está llena de cactus. Esta planta originaria de México y sagrada para los aztecas la trajo a Europa Cristóbal Colon a su regreso de América y se adaptó rápidamente a la condición climática del sur de Italia. Hoy es una planta típica de Sicilia y su fruto se puede comer. Sólo hay que tener mucho cuidado con sus espinas.
El pueblo se mueve a un ritmo lento, parece que nadie está apurado en llegar a algún lado. Y sobre todo, nadie está apurado en llegar a la muerte, por eso la mayoría se muere de viejo. Y cuando llega la parca lo anuncian pegando carteles en todo la Comuna con tu foto, tu nombre y tu dirección. El velatorio se hace en las casas y el cajón puede verse desde la vereda.
A las cinco de la tarde es de noche y en la calle no suele haber nadie. En la placita hay algunos hombres, italianos y marroquíes, fumando. No sé dónde se juntan las mujeres, no se ven en la calle ni en el único bar existente.
Sicilia es una tierra fértil y Mazzarrá Sant’Andrea es la cuna de los viveros de plantas cítricas de Italia. Desde este lugar se exporta a toda Europa y Asia. A los costados de sus calles los miles de árboles ofrecen sus mandarinas, naranjas y limones a los caminantes. Y es usual que, para darte la bienvenida, te regalen varios kilos de sus propias cosechas. Pero su economía se basa en vender la planta, no el fruto. El más famoso es la naranja roja o sanguínea. Son aromáticas y dulces, pero con un toque ácido. Cuando la corté entendí lo de sanguínea. La mayoría de su interior es rojo, al igual que su jugo.
¿Qué tendrán que ver los limones y las naranjas con la mafia siciliana? Parece que mucho. Los cítricos serían los culpables del nacimiento de uno de los sindicatos del crimen más famoso del mundo.
La mafia
En 1753, el médico escocés James Lind publicó su Tratado sobre la naturaleza, las causas y la curación del escorbuto. Este ex miembro de la Royal Navy descubrió durante sus viajes cómo los limones y las naranjas eran el mejor remedio para esta enfermedad producida por la falta de Vitamina C y que afectaba especialmente a aquellos marineros cuya dieta era escasa en frutas y verduras.
Sicilia disfrutaba de una posición dominante en el mercado internacional de cítricos. El aumento de la demanda tras el hallazgo de James Lind provocó un extraordinario aumento de los beneficios. Ni los Borbones que gobernaban en esos años la isla ni el gobierno formado tras la unificación de Italia en 1861 tenían la fuerza para hacer cumplir las leyes. Por eso, los agricultores buscaron alguien que los protegiera y organizara los contactos en los puertos con los exportadores. Y ese alguien fue la mafia, que rápidamente reemplazó a un Estado débil.
Con el paso de los años y el progreso, el “negocio” se fue modificando y con la emigración la mafia extendió sus brazos en América. La película “El Padrino” la hizo mundialmente conocida y mientras en el mundo se romantizaba la delincuencia organizada, el impacto en la isla fue devastador. Y si creíamos que las amenazas con cabezas decapitadas de animales eran cosas del pasado o de guiones cinematográficos alocados, en 2024 se encontró una cabeza de caballo cortada y una vaca descuartizada con su ternero muerto en los terrenos de un empresario de la construcción en la ciudad de Altofonte. Y todos los años se registran casos similares en diferentes puntos de la isla. La Cosa Nostra hoy se refugia infiltrando gobiernos locales, demandando dinero a cambio de protección y extorsionando a sectores como la construcción y la sanidad, lejos del foco de la prensa nacional.
A diferencia de lo que creíamos que la época más feroz de la mafia había sido entre 1945 y 1980 (años en los que se desarrolla la saga de Francis Ford Coppola) la violencia alcanzó su punto máximo en 1992 cuando dos jueces antimafia, Paolo Borsellino y Giovanni Falcone, fueron asesinados en una carretera. El último gran capo de la mafia, Matteo Denaro, estuvo prófugo 30 años y fue detenido recién en 2023 cuando un cáncer le estaba quitando la vida.
Que en Mazzarrá nunca pasó nada fue una hipótesis que se derrumbó rápidamente. En 2011 en el lugar donde se depositaba la basura de todos los pueblos de la zona encontraron restos humanos que no tendrían pocos años. En la casa que alquiló un argentino, la puerta tenía varios agujeros de bala y la leyenda dice que en esas circunstancias murió asesinado el dueño de la propiedad, víctima del crimen organizado. Hay una veintena de casas que tienen sus segundos y terceros pisos sin terminar, y se rumorea que eran inversiones inmobiliarias de la cosa nostra que quedaron sin terminar tras un arresto masivo ocurrido en la primera década de este siglo. Y otro argentino entró a una oficina para firmar el contrato de alquiler y el intermediario tenía bien visible un arma de fuego sobre su escritorio. Una anécdota divertida que se resignifica cuando dejamos de ser turistas.
Y a pocos kilómetros del pueblo, sobre el mar, existe un barrio privado denominado “Porto Rosa”, con puerto privado, hoteles de lujo, comercios exclusivos y restaurantes gourmet. Allí, por ejemplo, pasó varios veranos la mamá de Wanda Nara, Nora Colosimo, con su pareja, el representante de jugadores Rafael Stancanelli. Pero el barrio no es conocido por tener un coletazo del jet set mediático argentino, sino por algo mucho peor.
Allí hay decenas de casas confiscadas a miembros de la mafia por blanqueo de capitales y hasta un hotel cerrado desde hace años pero con custodia permanente porque, según la leyenda, en sus paredes hay escondidos millones de dólares.
El barrio también sirvió como refugio de criminales y fugitivos de todo el mundo. Pero el que más me interesó fue el ex teniente coronel del ejército argentino Carlos Luis Malatto, prófugo tras varias órdenes de arresto por el asesinato y la desaparición forzada durante los años de la dictadura militar de tres activistas políticos, así como por los delitos de asociación criminal, lesiones agravadas, violación de domicilio y secuestro. Llegó a Porto Rosa en 2011 pero pocos años después lo descubrieron periodistas del diario La Repubblica. Así comenzó un complejo y largo proceso judicial en el que Italia denegó la extradición, pero como se trata de delitos de lesa humanidad e imprescriptibles, lo están juzgando en los tribunales de Roma.
La última cena
Los que iban llegando tenían que llevar lo que tomarían y un pedazo de madera para que el fogón siga ardiendo. El invierno en el pueblo no es duro, pero si te quedás toda la noche al aire libre el frío húmedo se mete hasta los huesos. Festejamos que esa semana le otorgaron la ciudadanía a cinco de los argentinos que están en el pueblo y al otro día partían hacia nuevos rumbos. Y alrededor del fuego, cuando ya no importaba qué se tomaba y las palabras empezaban a resbalar, algunos comenzaron a bailar alrededor del fogón, como si fuera una danza religiosa.
Le mandamos cumbia, perro ja
Esta locura, no la traten de entender
No tiene cura, se lleva en la piel
Una cumbia, asado y Fernet
Hasta en la tumba te voy a querer.
Y no deja de ser una contradicción. Celebramos que ahora algunos son italianos pero lo único que nos interesa es compartir nuestra argentinidad, reconocernos en un gesto, ratificar lo que somos, sentirnos embajadores en tierra ajena.
De chiquito descalzo en el potrero (dale)
Y hoy representando en el mundo entero
La fe intacta de ser primero
Soy argentino, me sobran los huevos
Y no podía ser de otra manera que con cumbia y fútbol. Con el tema de “La T y la M” llamado “Pa' la Selección” (no “para”, sino “pa’”). Y un poco se canta como si estuviéramos en la cancha, para alentarnos, para decirnos que tenemos huevos para estar acá, lejos de la familia, amigos y de lo que somos.
En cualquier lado, en cualquier cancha
En donde sea la pelota no se mancha
Es el deseo de verte jugar
Dale Argentina que tenemos que ganar
Que somos argentinos, más allá de dónde estemos y las circunstancias. Que no importa el duelo por lo dejado atrás. Que no importa la angustia, la culpa y el insomnio. Y el final de la canción no se canta, se grita. Es un desahogo.
Te voy a querer, te voy a querer
Y donde sea, te alentaré
Te voy a querer, te voy a querer
Dale Argentina, no podés perder
El trabajo
A todo esto, del Papa Francisco ni novedades. El siciliano primero es siciliano, y porque no le queda otra, también es italiano. Hablan su propio dialecto y entenderles no es fácil. Les pregunto por Bergoglio, saben quién es pero no mucho más. Al siciliano de a pie no le interesa lo que pasa en Roma. Son católicos, llenan sus casas con imágenes de santos y vírgenes y los domingos van a la iglesia, pero difícilmente encuentre un retrato del Papa actual o de sus antecesores.
Mientras pienso en cómo escribir la crónica, pasan las semanas y me voy acostumbrando a los sonidos del pueblo. Un burro gritando a lo lejos, las cabras que llaman al pastor cuando se quedan sin comida, la camioneta del verdulero que avisa que llega con música pop italiana a pleno volumen.
Y mientras todo pasa “un día a la vez”, mientras el progreso de los trámites se convierte en un proceso tedioso y la crónica sobre el Papa sigue siendo una hoja en blanco, pienso en la culpa, en si es normal sentirla. En su sentido religioso, la culpa es consecuencia de un pecado. Pero no cometí ningún pecado. Trato de entender lo que siento. ¿Culpa por qué? ¿Porque una decisión puede ser interpretada como un error digno de castigo? ¿Porque puede generar dolor en alguien?
Migrar es una decisión valiente pero compleja, que trae oportunidades pero también deja ausencias en la vida de quienes amamos. ¿Hice lo correcto?
Lo correcto ahora es trabajar para callar las voces internas de los juicios morales, frenar la ansiedad y recuperar un poco la economía personal.
De Argentina me traje las cosas básicas. Ropa para pasar el invierno, un termo, dos mates, un kilo de yerba, zapatillas para salir a correr, las antiparras por si podía nadar en algún lugar, cepillo de dientes, un perfume y un Excel en donde tenía detallado el presupuesto para tres meses. Salvo éste último punto, el resto estuvo perfecto.
Aparecieron gastos extraordinarios no previstos, servicios como el gas y la luz más caros que los estipulados, y las compras en el almacén del pueblo no fueron tan baratas como las estimadas. Todo esto hizo que a los dos meses el presupuesto ya estuviera en rojo y todavía quedaba mucho por vivir en tierras italianas.
Por suerte, en el campo siempre están necesitando mano de obra barata para trabajar en las plantaciones de limones, naranjas, mandarinas y olivos. Lo más cerca que había estado del campo fue cuando con la escuela fuimos a la Exposición Rural de Buenos Aires. Pero a los patrones de los viveros no les interesan los antecedentes laborales de los argentinos que residimos transitoriamente por Sicilia. Así, compartí jornadas de trabajo con una contadora, un arquitecto, una estudiante de derecho, un cocinero, una programadora, un ex empleado administrativo. Pasábamos 9 horas por día agachados sacando malezas, podando, cosechando o armando injertos sin importar la temperatura o la amenaza de lluvia. Envidiábamos a quienes emigraron con un trabajo remoto y que cuando volvíamos a los 5 de la tarde, sucios y con dolor de espalda, estaban plácidamente tomando mate en la plaza.
El mejor día era el sábado porque cobrábamos, y de camino a mi casa me compraba sin culpa una especie de medialuna bastante grande llamada cornetto con una generosa cantidad de relleno. Lo pedía con nutella, una pasta de avellanas con un toque de cacao que inventaron los italianos cuando se quedaron sin chocolate después de la segunda guerra mundial. Y si tenía mucha hambre también elegía un cannoli relleno con crema de ricota siciliana, posiblemente el postre más famoso de Italia cuyos orígenes son eróticos. Cuenta la leyenda que en la ciudad siciliana de Caltanissetta, durante el dominio árabe (alrededor del año 1000 d.C.), un harén de mujeres creó la golosina para exaltar la masculinidad del emir. El dulce se asemeja a un falo ya que tiene forma de tubo. La pasta se fríe y se rellena con una ricota dulce y cremosa, aunque confieso que he soñado con comerlo relleno de dulce de leche.
Había días en que las jornadas laborales se hacían tediosas. Pasábamos horas haciendo el mismo trabajo y el tiempo parecía avanzar más lento. Por eso, escuchábamos música o algún podcast hasta que aguantara la batería del teléfono. Y cuando me quedaba sin ese recurso, inventaba algún juego para evitar el aburrimiento. Por ejemplo, como hablan en el dialecto siciliano, se divertían cuando me daban una orden y no la entendía. Subí la apuesta y para también divertirme yo, una tarde decidí convertirme en el hazmerreír. Me decían “sacá los yuyos en esa hilera de limoneros”, y yo me ponía en la otra línea. Se reían. Me ordenaban “cortá las espinas de las plantas de allá”, y yo agarraba la carretilla y llevaba las macetas vacías hasta el depósito. Se reían. Y yo disfrutaba haciendo el ridículo. Pero la jodita no salió muy bien. Al final de la jornada me dieron las gracias y me dijeron que ya no me necesitaban.
También pudo haber ocurrido que no me hayan despedido por mi actitud payasesca sino por mi lentitud. Mientras yo tardaba unos 45 minutos en limpiar una hilera de plantines y no despegaba mi culo del banquito para evitar el dolor de cintura, Nino, un abuelito con catarro que prendía un cigarro cada 15 minutos, lo hacía en la mitad del tiempo y jamás vi en su rostro una pequeña muestra de dolor físico.
Por suerte, son muchos los viveros que hay en la zona y no fue difícil encontrar otro lugar en donde derrochar talento.
La bendición del Papa
Las costas de la provincia de Messina están protegidas por la Madonnina de Tindari. La estatua bizantina de la Virgen negra, que tiene al niño Jesús en su regazo, llegó en el siglo XIII desde Oriente, lugar donde iba a ser destruida por la nueva corriente predominante que negaba el culto a las imágenes religiosas. Cuando el barco fue atrapado en una violenta tormenta mientras navegaba cerca de la bahía de Tindari, los marineros buscaron refugio con la esperanza de salvarse de la furia del mar. Sin posibilidades de seguir viaje por la ferocidad de la tormenta, buscaron alivianar la carga bajando del barco los elementos más pesados. La tempestad cesó tan pronto como la estatua de madera de cedro libanés tocó el suelo. Este hecho fue interpretado como el deseo de la Virgen de permanecer en ese lugar.

Luego fue llevada colina arriba y colocada en la iglesia existente. Allí resistió ataques piratas, guerras y cambios políticos. En la actualidad, se le atribuyen algunos milagros y todos los años convoca a miles de fieles que peregrinan hasta Tindari para rezar a sus pies.
Caminamos desde el pueblo hasta la Basílica durante 4 horas. Y el último tramo es el más difícil. Hay que subir 250 metros por una escalera ubicada en plena montaña, con tramos muy exigentes que quitan el aliento. Rocky subiendo las escalinatas del Museo de Arte de Filadelfia no tiene ningún mérito al lado de tamaña proeza. Claro que también se puede llegar en auto, pero le hubiera quitado épica.
Pensé que al menos allí encontraría sólidas referencias sobre nuestro Papa Francisco. Pero sólo había algún pequeño retrato en la tienda de regalos. Fue entonces que después de muchos años, decidí rezar. Pedí señales. Pedí que alguien me pasara la contraseña para destrabar esa crónica sin destino y, ya que estaba, que desatara los nudos que impedían terminar mi trámite de ciudadanía.
Y la respuesta llegó pocos días después con la fuerza de un cross a la mandíbula. El gobierno italiano emitió un decreto ley en donde cambiaba las reglas del juego para la obtención de la ciudadanía y todo lo realizado hasta ese día podía no haber servido de nada. El argumento fue establecer límites para evitar abusos o la “comercialización” de la identidad italiana.
Fueron días de mucha angustia. Algunos argentinos habían llegado días antes del anuncio tras haber vendido todo y ahora se encontraban con que no podrían gestionar su ciudadanía. Y los que teníamos el trámite iniciado desconocíamos si lo íbamos a poder terminar y, si era así, cuánto tiempo demoraría. Hasta que con el correr de los días se fue conociendo la letra chica del decreto y muchos estábamos salvados, las nuevas normas no me incluían.
En una de mis caminatas diurnas de la incipiente primavera pasé por la iglesia ubicada en la parte más alta del pueblo. Me quedé afuera sentado en un banco, a la sombra de un árbol. En el horizonte, detrás de una montaña, podía verse un pedacito de mar. Un gato pasó caminando, indiferente a todo lo que lo rodeaba. Se detuvo y se lamió un rato las patas debajo del monolito que recuerda a los vecinos caídos en la primera y segunda guerra mundial. Esta vez no pedí nada. Sólo agradecí.
Unos días después firmé mi ciudadanía. Unos días después murió el Papa Francisco. Unos días después me puse a escribir.
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